Nunca olvidaré ese día en noviembre, de 1999. Me desempeñaba como Pastor Asociado de una iglesia urbana marginal al sur de Lima, Perú y decidimos con mi esposa, Loida, visitar a una de los miembros más fieles de nuestra congregación, la entrañable hermana “Julieta”, (nombre ficticio). Ella había sido la más fervorosa diaconisa, que desde su infancia había servido constantemente en la obra del Señor. Ya entrada en años nos seguía deleitando con sus cánticos e himnos espirituales a través de su prodigiosa y melodiosa voz. Cuando “Julieta” cantaba, parecía que un coro de ángeles había descendido del mismísimo trono celestial. ¡Cuán atónitos y embelesados quedábamos quienes teníamos el privilegio de escucharla!
Pero aquella noche, esa voz incomparable estaba quebrantada y apagada. El cáncer le consumía sus últimos días entre nosotros. Le compartimos una porción de las Escrituras y la encomendamos en las manos del Señor mientras ella se quejaba de dolor y apenas nos escuchaba. Su esposo afligido y lloroso trataba de buscar consuelo en nosotros y nos dijo: “Ustedes no se imaginan como me siento ante la próxima partida de mi esposa. ¿Qué será de mi vida sin ella?”.
Loida y yo pensábamos que el esposo de “Julieta” comenzaría a describir todas las cualidades de esta mujer que agonizaba frente a él y con quién había compartido casi sesenta años de su vida. Nos sorprendió al escuchar: “Ustedes saben, uno tiene sus gustitos, ahora ¿qué haré solo? ¿Quién me cocinará mi comida favorita? ¿Quién lavará mi ropa? ¿Quién me atenderá? “Julieta”, hija de Dios que bordeaba los ochenta años y que se había dedicado en cuerpo y alma a su esposo, sería recordada y extrañada solamente por sus servicios domésticos. Ni siquiera en su agonía el esposo la trató con dignidad.
Alrededor del mundo, actitudes y creencias como las del esposo de “Julieta” devalúan a las mujeres y justifican la violencia contra ellas. Ban Ki-Moon, Secretario General de las Naciones Unidas, ha manifestado que “la violencia contra las mujeres es una horrenda violación de los derechos humanos, una amenaza global, una amenaza para la salud pública y un escándalo moral”. Según éste organismo una de cada tres mujeres en el mundo es golpeada, forzada a mantener relaciones sexuales o sufrir otro tipo de malos tratos a lo largo de su vida, entre otras vulneraciones a sus derechos por el simple hecho de ser mujer.
Como habitantes de esta aldea global tenemos una responsabilidad ya sea por acción o inacción ante ésta realidad que nos enrostra y confronta. En ese sentido resulta válida la exhortación de, Desmond Tutu: “Si ante una situación de injusticia, eres neutral, ya decidiste estar de lado del opresor”. Nuestros oídos han escuchado, nuestros ojos han visto y leído y nuestras mentes pueden recordar historias escalofriantes, de mujeres tratadas como infrahumanas. En el 2009 el mundo se escandalizó al conocer el testimonio de Aesha Mohammadzai, joven afgana de diecinueve años: “Todos los días era abusada por mi marido y su familia, mental y físicamente. Hasta que un día se hizo insoportable y huí”. Esta osadía le costó que un tribunal la encarcelara y luego sentenciara a regresar con él. A medianoche él la llevó a las montañas, la amarró de manos y pies, le cortó la nariz y sus orejas como lección para aquellas mujeres que intentaran abandonar a sus esposos.
En diciembre del 2012 otra vez el mundo despertó horrorizado, al revelarse el caso de Jyoti Singh Pandey, en la India. La estudiante hindú de 23 años, re-nombrada posteriormente como Amanat, (significa “tesoro”) quien murió tras ser violada por una pandilla de 6 hombres mientras viajaba en un bus y arrojada al asfalto, no sin antes ser masacrada despiadadamente. Sus agresores le habían destrozado los intestinos con una barra de metal introducida por la vagina. La violencia contra la mujer ocurre en todas las culturas, civilizadas e incivilizadas, en otros continentes y en los nuestros también, en todos los extractos sociales y religiosos.
En la Región Andina de Latinoamérica, donde la cultura machista es fuerte, los índices de violencia de género son elevados. En Ecuador hay un dicho popular que dice: “aunque pegue, aunque mate, marido es”. La última Encuesta Nacional de Relaciones Familiares y Violencia de Género 2012, revela que seis de cada diez mujeres ecuatorianas sufren violencia de género independientemente de su etnia, nivel de educación y estrato socioeconómico. El dicho machista de Perú dice: “Cuanto más me pegas, más te quiero”. Según la Ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, durante el año 2012, los Centros de Emergencia Mujer atendieron cerca de 42 mil casos de violencia familiar y sexual. En Colombia, donde se dice popularmente “porque te quiero te aporreo”, según estadísticas del Instituto de Medicina Legal, en el 2012, se registraron 47 mil afectadas por violencia intrafamiliar. Finalmente, en Bolivia el gobierno ha sido fuertemente criticado por congraciarse con frases machistas en sus círculos oficiales. Una frase de este tipo dice: “Este presidente de buen corazón, a todas las ministras les quita el calzón”.
El problema va más allá de estas expresiones machistas; una investigación reciente mostró que noventa por ciento de las mujeres bolivianas experimentan alguna forma de violencia.
Ante este panorama, ¿cuál es nuestra opinión como cristianos y cristianas?, ¿No deberían los valores del Reino de Dios, entre ellos: la verdad, compasión, misericordia, paz y justicia, ser partículas de nuestro ADN, al momento de ser diagnosticadas, puestas a prueba e interpeladas como comunidades proféticas y terapéuticas; instituidas por el Señor, que decimos ser?, Como es que algunas iglesias se tornan en espacios cómplices del autoritarismo (la falta de democracia), el fundamentalismo, la impunidad, la masculinidad mal entendida, el mal uso y abuso del poder?. ¿Es que acaso los signos de maldad e injusticia nos han hecho perder nuestra capacidad de indignación?, O es que historias como las narradas u otras que conocemos muy de cerca, son ¿solo eso? ¿Historias, números y estadísticas?
Seguimos fundamentando a través de una incorrecta, sesgada y hasta “convenida” interpretación bíblica estos patrones discriminadores e inequitativos, que a la postre propician una desvalorización de la mujer, relegándola hasta el plano de “cosificarla”. Como resultado en muchos de nuestros círculos cristianos aún predominan estas prácticas de “opresión y esclavitud”; algunos hombres ejercen “derecho de propiedad” sobre otros integrantes de la familia. Hemos boicoteado la delegación y responsabilidad dada a la primera pareja humana por parte del Creador, concerniente en administrar todo lo existente. (Génesis 1:27, 28). Hemos sobre masculinizado nuestro lenguaje respecto a Dios, excluyentemente como Dios de Abraham, Isaac y Jacob, pero también hemos olvidado que también es Dios de Sara y Agar, de Rebeca, y de Raquel y Lea. Hemos resistido al mandato bíblico de una sumisión recíproca, (Efesios 5:21–25) que nos insta a los esposos seguir el ejemplo de Jesús, quien puso su vida al servicio de los demás, como demostración de lo que significa una verdadera expresión de masculinidad.
La cultura patriarcal es parte de un legado histórico que ha estado con nosotros desde los tiempos bíblicos, cuando las familias se agrupaban bajo una figura patriarcal de poder absoluto. Y por ello nos cuesta aceptar y promover relaciones horizontales e igualdad de oportunidades en términos eclesiales y ministeriales, tal cual lo invoca el apóstol Pablo. (Gálatas 3.28). No obstante y a pesar que el escenario pareciera tornarse un tanto sombrío y desesperanzador, sí existen destellos de esperanza. He visto no solo casos lamentables como el de la hermana “Julieta”, sino también vidas, matrimonios y ministerios transformados a partir de una correcta lectura de la palabra de Dios. Muchos amigos se han convertido en testimonios vivientes y nos recuerdan las palabras de Romanos 10:15. “…¡Qué hermosos son los pies de los mensajeros que traen buenas noticias!”
Cesar, un amigo pastor, abrió su corazón e hizo un balance de su vida después de su reencuentro con la Palabra. Él me dice:
“Aunque nos casamos profundamente enamorados, en su momento la vida nos pasó la factura ya que manejábamos valores diferentes. Por lo tanto yo comencé a replicar lo que había vivido y llegaron los problemas, infidelidad de mi parte, violencia psicológica y física”.
César y su esposa, Alma, reconocieron su necesidad de ayuda, la cual se las brindó un amigo quien les presentó a Jesucristo como respuesta al dilema que afrontaban como pareja. Después que iniciaron su servicio al Señor, Cesar y Alma, sienten que fueron transformados. Hoy ambos se encuentran al frente como pastores de la Comunidad Cristiana Restauración, en Guayaquil (Ecuador). Con mucha convicción y honestidad afirma Cesar:
“Si ella sale a predicar, yo me quedo a cargo de la casa y ministerio, si yo salgo, ella se queda a cargo de todo, somos un equipo, ahora último el Señor nos encomendó el cuidado de nuestros nietos, Samuel de tres años y Emma Valentina de un año, y también compartimos esa noble tarea”.
Además de ello, Cesar es presidente de la Red Nacional de Oración y Alma, presidenta de la Red de Mujeres Solidarias (un colectivo de lideresas evangélicas que empoderan a otras mujeres en sus derechos a la integridad física, psicológica y sexual).
Otro testimonio esperanzador es el de los esposos David y Jessy. David manifiesta lo siguiente:
“Nos casamos un 27 de febrero hace veinticinco años. En nuestro Perú la cultura del machismo no es diferente a la de otros países. Recuerdo que al inicio de nuestro ministerio pastoral en la ciudad de Huánuco llegó un directivo a casa y se asombró al encontrarme lavando los pañales de mi bebé, y le comentó a su esposa cómo era posible que yo realizara esas tareas del hogar”.
Por su parte Jessy, menciona que recibió de sus padres una enseñanza muy machista, al igual que de sus líderes Cristianos.
“La cultura fue una gran barrera para el desarrollo personal como mujer. Mi esposo y yo, dialogamos bastante acerca de las diferencias de cultura y la formación patriarcal, ahora no solo era nuestra relación sino la formación que tendríamos que impartir a la iglesia, donde todos y todas llegasen a sentirse en familia, como parte de una comunidad con un trato igualitario, para ello releímos y reaprendimos juntos la Biblia. Agradecemos a Dios quien puso personas e instituciones que contribuyeron en nuestro conocimiento acerca de las relaciones de género”.
Ambos están convencidos que hombres y mujeres tienen igual llamado para ejercer el sacerdocio universal como creyentes del nuevo pacto. (1 Pedro 2:9–10). Ambos pastorean la iglesia Mahanaim de las Asambleas de Dios del Perú. David, ha sido presidente de la Fraternidad Interdenominacional de Pastores-Huánuco; mientras que Jessy, es pastora-mentora del “Colectivo Tamar”, grupo de autoayuda integrado por padres de niñas y niños abusados sexualmente.
El proyecto y anhelo de Dios, como lo describe Génesis 1 y 2 es reconocer a hombres y mujeres, creados ambos a su imagen y semejanza con igual potencial para ser co-administradores de sus obras, co-herederos de su Gracia y co-partícipes en la construcción del reino de Dios. Su justicia aún está vigente. ¡Gloria a Dios!
Así que no importa si son judíos o no lo son, si son esclavos o libres, o si son hombres o mujeres. Si están unidos a Jesucristo, todos son iguales” (Gálatas 3.28).
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